Por Claudia Yilén Paz Joa

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El sábado, pasadas las once de la noche, me llamaron al móvil desde un número que no tengo registrado. Terminaba de leer un libro para acostarme a dormir.

Mi madre, el ser de este mundo que más me llama y se preocupa por mí, me había dejado un mensaje en Whatsapp hacía unos minutos para darme las buenas noches y decirme que cerrara bien la casa, y que si me daba miedo, le pasara pestillo a la puerta del cuarto.

Así que convencida de que a esas horas solo podía ser un equivocado, descolgué.

—¿Sí? Contesté del lado de acá, sobre la duda

—Oye, ¿tú hiciste el seminario de mañana?

Después de pensarme una respuesta por unos segundos atiné a preguntar quién era y por qué me preguntaba un sábado por la noche por los seminarios de mañana, si mañana era domingo y yo hace un año que no hago seminarios, mucho menos, los fines de semana.

—Acere, ¿tú no sabes quién te habla? Dale chica, dime si lo tienes hecho para pasar por tu casa y copiarlo por ti, tírame ese cabo.

Miré incrédula la pantalla de mi móvil, como si de esta forma pudiera verle la cara a mi interlocutora. Sí, era mujer y conocía yo esta voz, pero ¿quién podía ser a esas horas preguntando semejante cosa? ¿Pasar por mi casa, qué casa si yo vivo ahora en La Habana?

—Mira, creo que te has equivocado de número. — Le dije

—Oye mijita, ¡cómo me voy a equivocar de número! — Ya este tono de voz me parecía muy familiar —Cinco años al lado tuyo y ya olvidaste quién te jodía tanto con los seminarios a toda hora, ¿tú pensaste que te ibas a librar de mí? — ripostó ella en carcajadas.

Debimos reírnos estruendosamente cerca de un minuto. Ya ellas habían llamado a un tercio de la gente del aula, incluso a los que estén en el exterior, y solo faltaba yo.

Debo confesar públicamente que me emocioné. A veces extraño muchísimo las mañanas de parque, los días de censo que nos inventábamos Arletis y yo para conocer e identificar a las personas de otras carreras y el chat que nos montábamos Rachel y yo en la última hoja de cualquier libreta durante todos los turnos de clases. Incluso se extrañan los seminarios apurados, terminados en un banco en los bajos del edificio donde recibíamos clases, o aquellos más reposados, como el que hicimos de Sor Juana Inés de la Cruz en el que la profesora de Literatura lloró de tal manera, que nos convalidó la asignatura a los nueve estudiantes.

El resto de la conversación fue para hablar de fiestas, nuestro pasatiempo universitario favorito. Pero esta vez de una truncada por la lluvia, de las malas caras de Arletis por haberse quedado como Modesta, vestida y sin fiesta. A lo que respondí, con total sarcasmo, que salieran así mismo, que para bastantes fiestas del agua nos había preparado la universidad, que al final era cierto eso de que la escuela te prepara para la vida.

Solo entonces nos dimos cuenta que hemos cambiado. Jessica esta vez me hablaba de teléfono corporativo, de tímbrame de un fijo que no me gasta y hablamos por más tiempo, de lo difícil que es la era del trabajo, pero que bueno, ahora tenemos un mejor sueldo, que al fin nos toca un cambio para bien. Y estábamos las tres un sábado por la noche en casa, y algunas, como yo, el domingo tenía guardia editorial en la revista. Como reza un meme que vi hace unos días: ¿En qué momento los domingos dejaron de ser de resaca para ser el día en que se pone la lavadora?

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